
Muchos miembros de mi generación tenemos hijos que han emigrado, o que piensan hacerlo. Cada vez es más común que afrontemos la década de los sesenta y los setenta años con la perspectiva de envejecer a miles de kilómetros de uno o de todos nuestros descendientes, ellos y ellas nietos o bisnietos, a su vez, de otros que también dejaron su tierra natal. Nos tocó estar en el medio, ser el eslabón estable y arraigado entre dos tandas migratorias. Es una posición extraña y dolorosa, porque fuimos testigos del alto costo que implica morir lejos y, en buena parte por eso, no quisimos repetirlo. A los nuevos viajeros, en cambio, no parece detenerlos ese temor.
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